Hoy comenzó mi día con tristeza.
Como ya sabe todo el mundo, se ha muerto Eduardo Haro Tecglen. Las reacciones a este hombre siempre han sido intensas, así que, hoy, un paseíto por la blogosfera basta para acumular todo tipo de información y opiniones a su costa. Soy una más.
He decidido escribir una nota al respecto porque mi relación con Haro Tecglen estaba mediada por la palabra. Por la palabra le descubrí, la palabra compuso mi vínculo interno con él y la palabra es lo único a lo que puedo acudir como reconocimiento y despedida.
Siento una sensación de pérdida por su muerte que, de primeras, me pareció desproporcionada. No le conocí personalmente ni él supo nunca que yo existía. Sin relación personal, ¿tiene sentido que uno sienta tanta tristeza ante una pérdida? A lo largo del día me he dado cuenta de que sí.
Descubrí a Haro Tecglen tarde, cuando ya llevaba muchos años viviendo fuera de España. Desde un cubículo gris y genérico en un trabajo que me aletargaba el alma, pasaba las muchas horas muertas (nunca mejor dicho) recopilando pedacitos de España por Internet. Estaba yo en un momento personal muy difícil, "atrapada" en los EE.UU. debido a exigencias de Inmigración, que prohibe la salida del país mientras se tramita la residencia. Cinco años de ausencia obligada, de ruptura física con todo aquello que yo veía como la esencia de mi identidad. Como técnica de supervivencia psíquica, desarrollé una rutina cibernética que me proporcionaba una continuidad interna, una costumbre que ha evolucionado con los años en lo que se refiere a contenidos pero no a la forma o el medio, incluso cuando esa época de mi vida es ya un recuerdo que evito visitar.
La primera parada de mi viaje diario e interno por España era El País, donde un día me topé con Visto/Oído. Desde ese momento, Haro Tecglen se convirtió para mí en una especie de abuelo intelectual al que me gustaba visitar tan a menudo como me fuese posible. Como suele pasar con los abuelos, puede que en muchas ocasiones me incomodase su postura de otra época, que me irritasen ciertos comentarios desfasados, pero siempre me sentía en buena compañía, conectada con un pasado que explica nuestro presente, identificada con su compromiso con la palabra y la inquietud, reconfortada por su presencia curtida, rica en experiencias y lecturas, generosa en la expresión de una vida intelectual que se resiste a la jubilación.
Me entusiasmó y enterneció el regalo que su familia le hizo cuando cumplió 80 años: eduardoharotecglen.net. Este gesto me reveló con ineludible claridad la función narcisista que Haro Tecglen había cumplido para mí, una función narcisista en el sentido que él sólo existía en mí en la medida que yo le necesitaba para cubrir un hueco interno. Lo verdaderamente importante, su valor real consistía en ser un abuelo, un padre, un marido, un amigo de carne y hueso, una persona querida por los suyos, la mayor muestra de éxito que puede tener una vida.
Se le echa ya de menos, pero sobrevive la palabra y el impacto de una presencia que caló hondo.