Anoche, a eso de las 11 y media, me di cuenta de que mi casa olía dulce. Pensé que quizá el olor viniera del patio de luces, que alguno de los muchos estudiantes que viven en mi edificio estuviera de munchies, haciéndose unos pancakes (tortitas) para matar la hambruna golosa que produce un buen peta de maría. Bajé al portal a echarme el último cigarro del día (no me gusta fumar en espacios cerrados) y me desconcertó que el olor fuera más fuerte aún en la calle que dentro del edificio.
Al volver a casa, se lo comenté a mi pareja, que me dijo que en su oficina, unas treinta calles al sur de nuestra casa, había olido así toda la tarde. Nos emparanoiamos. Cerré todas las ventanas, aunque el olor seguía infiltrándose igualmente, y nos fuimos a dormir, con la aprehensión de que quizá nos estaban gaseando a lo estrangis. Esta mañana el olor había desaparecido, pero todo el mundo andaba extrañado: Nueva York entero parece haber estado bajo una nube dulce. Alguien en ese hilo de comentarios al que enlazo se tomó la molestia de hacer una búsqueda en Google y parece ser que hay un agente químico (ácido benzoico) que huele como el jarabe de arce que se le pone aquí a las tortitas. Se le califica como "severe irritant", con una peligrosidad de 1 en una escala de 0-3. No parece grave, pero tampoco insignificante.
Puede que todo esto tenga una explicación inofensiva: qué sé yo... quizá haya ardido una fábrica de dulces cerca de la ciudad o haya habido un derrame de jarabe de arce en el río (!). Pero me parece difícil no emparanoiarse, por mucho que el sentido común me indique que la hipótesis de un ataque químico sea poco probable. No hay quien se sacuda la sensación de vulnerabilidad que se tiene en esta ciudad, estando como estamos bajo amenaza, bajo los efectos del trauma 11S y bajo el mando de unos impresentables que sólo saben proteger intereses corporativos y su propio beneficio.
Semanas después del 11S, cuando ya todos nos esforzábamos por "volver a la normalidad", cuando ya en la tele volvían a poner publicidad y la programación habitual, cuando ya había otros temas de conversación a los que aferrarse, cuando ya estábamos agotados de recordar sin querer, el olor seguía presente. No sé a qué olía; no sé si era olor a muerte, a calcinados, a agentes químicos usados en la construcción. No sé a qué olía. Era un olor muy específico, el olor del 11S. Pegojoso, intenso, se te metía en la nariz y te invadía la desazón. Poco a poco, muy poco a poco, fue desapareciendo, aunque a veces pegaba una ráfaga de viento y volvía a metérsete hasta el alma. En los días después de la caída de las torres, el olor era tan intenso que daba nauseas, mareos, tembleques en las rodillas. Las autoridades decían que cerrases las ventanas y sólo salieses a la calle con mascarilla, aunque no garantizaban que fueran efectivas en la filtración de componentes tóxicos. (Por otra parte, me preguntaba, ¿de dónde coño iba a sacar yo una mascarilla quirúrgica?) Aunque las reacciones físicas disminuyeron a los pocos días, la reacción interna duró semanas, meses. Era un olor que daba muy mal rollo.
El de ayer no era ese olor acre, desagradable. Era un olor dulce, placentero. Pero igualmente era un olor fuera de lugar, con una intensidad inquietante, que abarcaba una zona geográfica muy amplia. No es difícil ver lo fácil que es emparanoiarse. Las autoridades no han dicho nada al respecto, pero un montón de helicópteros oficiales llevan sobrevolando el río Hudson toda la mañana. Sea cual sea la explicación, no nos van a decir nada. Y digan lo que digan, no nos lo vamos a creer. Estamos en manos de inútiles, peligrosos, suicidas, irresponsables. Y no me refiero a los terroristas.